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Historia: En el año 1983, la situación mundial era preocupante. El bloque occidental había elegido una estrategia muy efectiva para conseguir la victoria en la guerra fría: forzar una carrera armamentística para quebrar la economía del bloque del este y, al mismo tiempo, estimular los nacionalismos internos del Pacto de Varsovia y de la misma URSS.

El problema de esta estrategia, dentro de la cual se incluía desplegar misiles nucleares de medio alcance y de crucero en Europa, era que podía resultar efectiva (como de hecho lo fue).

La única respuesta “lógica” del bloque del este consistía en conquistar el estrecho de Ormuz y bloquear el suministro de petróleo a Occidente, y eso antes de que se desplegasen las nuevas armas nucleares en Europa. Con la carta energética en sus manos, los soviéticos podrían forzar negociaciones de desarme y económicas que les permitirían sobrevivir; una guerra externa también apaciguaría las contradicciones internas.

Una guerra en el Golfo enfrentándose las dos superpotencias directamente no habría sido ninguna broma y habría conducido a una guerra mundial.

La increíble suerte que tuvo la humanidad fue que al frente de la URSS estaba Gorvachov, que prefirió correr el riesgo de perder el poder y dejar caer su régimen antes que precipitar al mundo a una guerra. Esto es muy poco común: históricamente, los imperios y las clases dirigentes han preferido la guerra ante el riesgo de perder el poder.

En 1984, publiqué en Integral ediciones un Manual de Supervivencia para una guerra nuclear, en el que se detallaban las técnicas para intentar sobrevivir a un conflicto semejante. Dado que entre los planes de la OTAN se contaba con internar en campos de concentración a todos los pacifistas e izquierdistas occidentales, preferí que no apareciese mi nombre en el manual.

Gracias a Gorvachov, este manual nunca tuvo que utilizarse. Aunque mientras existan armas y centrales nucleares, nunca se puede descartar el peligro.